

Hace aproximadamente 2.000 años, en el sur de la península escandinava, surgió un cambio en el ADN que fue bautizado como Z.
Así empezó a extenderse resto de poblaciones europeas, que luego lo llevaron consigo a las regiones que colonizaron y donde emigraron, como América, Australia y Nueva Zelanda. Hoy en día, de hecho, lo que los científicos han denominado alelo Z, parece haberse distribuido de forma parecida a los asentamientos que llevaron a cabo los propios vikingos durante la Alta Edad Media, entre los siglos VIII y XI.
Sus desplazamientos se asemejan a la senda que pudo seguir esta mutación genética.
La condición hereditaria recibe el nombre de déficit de alfa-1 antitripsina, aunque lo cierto es que la denominación puede inducir a la confusión; esto es debido a que no todas las personas que cuentan con el factor de riesgo genético tienen por qué desarrollar posteriormente otras graves patologías. Además, los reducidos niveles de la proteína alfa-1 antitripsina, se conocen desde hace décadas y, a diferencia de lo que suele suceder con las enfermedades poco frecuentes, existe una prueba sencilla y económica para su diagnóstico y una terapia que reciben algo menos del 20% de los afectados.
Este déficit se debe a mutaciones en el gen SERPINA1, que contiene las instrucciones precisas para fabricar esta enzima en las células del hígado.
En condiciones normales, la alfa-1 antitripsina, una vez sintetizada, se traslada por los vasos sanguíneos hasta los pulmones, donde protege a los órganos de cualquier lesión o agresión externa.
Los pacientes diagnosticados presentan unos niveles reducidos en sangre de alfa-1 antitripsina (AAT), una proteína tan importante en el organismo que su carencia puede desembocar en un trasplante pulmonar o hepático.
Sin embargo, en los afectados por este problema hereditario, la proteína puede acumularse en el hígado —provocando daños como hepatitis o cirrosis (sin alcanzar los pulmones, que quedan desnudos frente a tóxicos como el tabaco).
Como consecuencia, las personas que portan este factor de riesgo pueden desarrollar patologías como el enfisema o la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC).
¿Cómo se diagnostica?
La asociación Alfa-1 España agrupa a menos de mil personas diagnosticadas con este déficit en España —de los 12.000 casos graves que podrían existir en realidad.
«Me detectaron EPOC severo a los 31 años. A los 36 tenía que usar oxígeno dieciséis horas al día, y hasta dos años después no me realizaron la prueba del déficit de alfa 1 antitripsina», cuenta a uno de nuestros pacientes.
Su historia no es la única, porque al igual que sucede con otras enfermedades minoritarias, existe un problema de infradiagnóstico en relación al déficit de AAT.
Es decir, es posible que haya individuos que porten la mutación genética y presenten reducidos niveles de esta proteína sin que lo sepan, ya que no siempre se producen síntomas visibles en la práctica clínica.
«La prueba para diagnosticar el déficit, que cuesta apenas 3-4 euros, consiste en determinar los niveles de la proteína en sangre».
Medir los niveles de proteína en sangre puede resultar importante
Se estima el nivel de la proteína en el plasma sanguíneo y, en el caso de determinar que hay un déficit, se realizan estudios más en profundidad. Pero hay pocos médicos que se les ocurra hacer esta prueba.
A partir de esta prueba, si se observa un nivel bajo de la proteína, se llevan a cabo controles neumológicos y estudios genéticos para conocer el riesgo del paciente y de su familia.
Los especialistas achacan el infradiagnóstico a una «situación subclínica», ya que no todos los afectados presentan enfermedades, pero también a «la gran falta de información».
«A veces no se recuerda que un problema respiratorio puede deberse a este déficit, cuando para el diagnóstico basta con pedir una vez en la vida el cribado de la proteína”.
Por este motivo es importante realizar las pruebas en sangre a pacientes con enfermedades respiratorias, y así seguir investigando, para que se produzcan avances en la ciencia.
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